En
general, una persona cumple las normas porque cree que existen para garantizar
la convivencia pacífica de la sociedad en que vive. O por lo menos ese es el
deber ser.
Lo
que queda claro es que aun sabiendo que algunas reglas puedan afectarle a sí
mismo, el individuo las acepta porque confía en que ello traerá beneficios
colectivos. Es, por ejemplo, la situación del conductor que respeta la luz roja
de los semáforos, pues es consciente de que, de no hacerlo, el caos vehicular
haría imposible transitar. Y aún en el caso de no detenerse, cuando es
descubierto por la autoridad competente, acepta la multa que debe pagar. Por
supuesto, detenerse en un semáforo es admisible pues no supone una afectación
grave y desproporcionada para el que lo hace. En ese sentido, es perfectamente
aceptable que se restrinja la libertad individual de transitar cuándo y cómo se
quiere, dado que se atiende a intereses superiores.
Ahora
bien, el problema surge cuando las normas limitan las libertades fundamentales
sin una verdadera necesidad. Es decir, cuando existen prohibiciones u
obligaciones excesivas sin ningún sentido. Lo digo porque en los últimos días me
sorprendieron las medidas represivas que tomaron el Gobierno cubano y la
Alcaldía de Bogotá. Y aunque una no tiene nada que ver con la otra (por lo
menos estrictamente), sí guardan relación en que ambas cohíben ampliamente las
libertades individuales. Me refiero, por supuesto, a la prohibición del
reggaetón en Cuba y a la obligación de separar las basuras desde casa en
Bogotá.
Intentaré
exponerlas brevemente. De un lado, en Cuba se prohibió el reggaetón por
considerarlo vulgar. Básicamente, el gobierno de la isla sostiene que allí
existe una inmensa riqueza musical autóctona que no puede echarse a perder por
sonidos degradantes como el reggaetón. De otra parte, el Alcalde de Bogotá,
Gustavo Petro, expidió un decreto que ordena que en todos los hogares de la
ciudad se deben separar los desechos reciclables de los no reciclables con el
fin de disminuir los índices de contaminación y, por esa vía, ser parte en la
lucha por el cuidado del medio ambiente.
Pues
bien, es necesario decir que aunque ambas medidas pueden parecer positivas por
los fines que persiguen, es inaceptable que la libertad individual se vea
coartada por ello. Es decir, evidentemente un mundo sin reggaetón sería mejor.
Es más, cualquiera con mediana capacidad de raciocinio y un mínimo de cultura
dirá que eso no es música y que no debería existir. Al mismo tiempo, alguien
con conciencia me dará la razón en cuanto a que todos deberíamos reciclar y
cuidar el planeta, pero ninguna de estas razones pueden convertirse en patentes
de corso para que se pisotee el bien más preciado del hombre. Muy al contrario,
la sociedad civilizada debe caracterizarse por poseer un Estado y un Derecho
minimalistas, es decir, que procuren disminuir a su mínima expresión la
intervención en las vidas de los individuos. Quiere esto decir que la colectividad
no debe entrometerse o inmiscuirse en la autonomía de la voluntad privada bajo
ninguna circunstancia, sino que debe maximizar el espacio de libertad y de
decisiones personalísimas que cada quien puede tomar.
No
estoy diciendo que me guste el reggaetón. Nunca. Cualquiera que me conozca sabe
que lo detesto y que sueño con poder salir a la calle sin que se escuche un
solo ruido que tenga que ver con él. Tampoco digo que contaminar esté bien. De
hecho, me considero una persona con alta conciencia ambiental y en mi vida
diaria intento disminuir al máximo la huella de desechos que producimos. Pero sí defiendo un mundo libre, una sociedad
en la que cada quien pueda oír la música que le da la gana y elegir si recicla
o no. Un mundo, en resumidas cuentas, en el que cada uno pueda hacer con su
vida lo que a bien tenga, sin tener que rendir cuentas a nadie.
Finalmente,
creo que nunca había tenido tanto sentido aquella frase que Voltaire jamás pronunció,
pero que la historia le atribuyó: “Detesto
lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”.