Votar es, básicamente, manifestar
el apoyo a un candidato que representa las aspiraciones que uno tiene. Es
decir, un candidato que defiende las mismas ideas y el mismo modelo de sociedad
que responde a lo que uno sueña. Eso, sin embargo, solo sucede en un mundo
ideal porque en la realidad es casi imposible encontrar un candidato perfecto,
vale decir, que represente todas y cada una de las ideas que uno profesa. Y en esas circunstancias, normalmente uno
elige al candidato que más se acerca a los valores que uno defiende, lo cual
implica que es aceptable que haya cosas del candidato con las que uno no
comulga, pero al mismo tiempo hay unos mínimos no negociables, principios inamovibles
que uno siempre defiende. En mi caso, por ejemplo, creo en una política sin
maquinarias, que no recurra a la corrupción, a la compra de votos, al
amiguismo, a los ataques personales y al irrespeto al elector sino que, muy al
contrario, repudie todo ello y se centre en debatir sobre ideas a través de
argumentos serios y racionales. En síntesis, yo no votaría por ningún candidato
de los partidos tradicionales (que en realidad son empresas electoreras y no
plataformas ideológicas).
Pero la vida da muchas vueltas.
Tantas, tantísimas, que ahora me encuentro decidido a votar por Juan Manuel
Santos este 15 de junio. Qué triste. Yo, que critico la corrupción, el
amiguismo y la mal llamada mermelada, voy a votar por el candidato de los
Vargas Lleras, los Musas, Los Ñoños y los Roy Barreras; el de Samper, Gaviria,
El Tiempo y Caracol. El de élite, el que no es renovación.
Pero así y todo, lo haré totalmente
convencido por dos razones. La primera, que es la más trillada, es el fin del
conflicto armado, que no paz. Y es que los esfuerzos logrados hasta ahora por
este gobierno son demasiado importantes como para echarlos por la borda así sin
más, por el solo capricho de los que creen que es posible ganar militarmente una
guerra de más de cincuenta años. Ahora bien, hay cosas poco llamativas en los
acuerdos pero, abramos los ojos, siempre va a haber cosas poco llamativas en
unos acuerdos de paz. ¿O es que los 8 años de cárcel de los paramilitares es la
pena normal que habrían obtenido si no hubiera acuerdo? ¿O es que no han
revisado nunca los acuerdos de, por ejemplo, Irlanda? La paz es cara y requiere
muchas dosis de perdón, pero sobre todo de mucha capacidad de aceptar que los
que han hecho la guerra son como nosotros: tienen aspiraciones y pueden expresarlas.
Mi segunda razón, que es igual de
importante, es el temor. Temor a otro gobierno de Uribe (porque seamos
realistas, Oscariván es un tercer periodo de Uribe, qué cuentos de
independencia). Solo por mencionar algunos episodios, recuerdo al presidente
diciéndoles “tinterillos” a los fiscales; chuzando a los opositores,
magistrados y periodistas; invitando a los parapolíticos a votar sus proyectos
antes de ser enviados a la cárcel; a Carlos Castaño, entre vivas y aplausos,
entrando al Capitolio; a Tomás y Jerónimo Uribe con tierras mágicamente transformadas
en zonas francas; a Uribe diciendo “siguiente pregunta, amigo” “si lo veo le
doy en la cara, marica” “ellos no estaban recogiendo café”, entre otras perlas.
Mientras rememoro esto, pienso en lo más reciente: en la ignorante María
Fernanda Cabal (qué miedo esa señora) mandando a Gabriel García Márquez al
infierno, diciendo que el comunismo es una enfermedad y dando gracias a Dios (qué
miedo ese Dios) por librar a Colombia del comunismo ateo; en Oscariván diciendo
que no conoce al hácker, que sí lo conoce, que lo contrató, que no lo contrató,
que fue a la oficina, que no fue, que él sí está en el vídeo, que no se acuerda
qué dijo, que todo es un montaje (…); en Pacho diciendo que electrocuten a los
estudiantes, que eso es legítimo; en José Obdulio Gaviria convocado a un “juicio
ejemplar” el siete de agosto contra todos los que creemos en la paz; en fin, el
largo etcétera del uribismo que hace parecer este país un cuento de terror inacabable.
Todo eso me asusta y tampoco quiero
que nos sigamos matando por unas ideas. Ya es hora de pasar la página, ya es
hora de dejar atrás toda esa violencia, todo el odio, todas las atrocidades. Me
propongo, entonces, a interrumpir mis vacaciones una vez más para volver mañana
a Bogotá a votar y no dejar que por pasividad los criminales uribistas revivan
el reino de terror que por ocho años tanto alabaron. Por eso, contra el miedo y
por la paz, me pongo la palomita de los santistas y voto este 15 de junio por
Santos. Porque quiero morirme después de la paz.